lunes, 28 de noviembre de 2011

UNA HUÍDA A UN PEDACITO DE PERÚ

Ciertos sueños, a veces, pueden volverse realidad. La fantasía de conocer Machu Picchu estuvo rondando por mi cabeza durante años, como aquellas ilusiones que parecen imposibles de alcanzar. Un lugar mágico, lejano, pero a la vez familiar por lo que representa la historia de nuestros pueblos americanos. Un sitio sagrado que la cultura Inca supo preservar de una forma tan secreta que, aunque parezca increíble, no fue hallado por los españoles durante la conquista.


La sola idea de realizar el famoso “Camino del Inca” me parecía fantástica. Y finalmente, gracias a esas oportunidades de la vida, pude concretar la aventura. Durante cuatro días, realizamos, junto a una amiga, dos turistas sudafricanos, un guía y seis porteadores, una caminata de  aproximadamente trece kilómetros por jornada. Aunque el desgaste físico fue evidente, cada sendero recorrido ocultaba una magia especial que valió la pena develar. La cercanía imponente de las montañas, la grandeza de las nubes en las que por momentos te sentías inmerso, los encuentros espontáneos con algunas ruinas, y las frías noches de campamento, formaron parte de una travesía emocionante. 

Si bien la altura de Cuzco fue una de las grandes adversidades del viaje, no caben dudas de que los 3.400 metros de altura sobre el nivel del mar no pudieron hacerle sombra a las maravillas del lugar. Los paisajes, la historia, y esa mística presente de manera continua permitían una conexión especial, casi inexplicable, con la naturaleza. La llegada, al cuarto día, a Puerta del Sol permitía, finalmente, la tan ansiada vista de la ciudadela. Las ruinas de Machu Picchu se habían vuelto reales luego de tanto imaginarlas. Y a partir de allí, con una energía renovada producto del encantamiento, comenzamos la bajada con la vista clavada en un punto: ese antiguo pueblo inca al que soñábamos descubrir.


Texto y fotos: Rocío Rimoldi

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