Una ventana abierta puede ser una auténtica escapatoria a tus mañanas rutinarias. Cerca de las ocho, con el café con leche en una mano y alguna galletita en la otra, la mirada se te pierde, desorientada, en el más allá. Y de golpe, una nube psicodélica, otra ventana de algún edificio cercano, o el aleteo de una paloma perdida, pueden convertirse en el foco de tu atención durante extensos minutos.
Cuando tu mano percibe que la taza comenzó a enfriarse, volvés a la realidad como si te hubiesen tirado un baldazo de agua fría sobre la cabeza. Estás en el trabajo, no queda otra que comenzar con lo de cada mañana. Entre tipeo, teléfono, cruces en Access, planillas de Excel y otras trivialidades, una vez más la ventana te llama. De pronto, tu mirada vuelve a escaparse, presa de las ilusiones de allí afuera.
Sin darte cuenta, te encontrás recordando tu último viaje de vacaciones, algún que otro amor frustrado o simplemente imaginando qué habrá de cenar en casa por la noche. Pero el grito: “alguien quiere café??!!”, a tus espaldas, te hace parpadear y retornás a la realidad, ofuscada. Aceptás un poco del líquido, oscuro, amargo. Mirás la taza, y mientras revolvés, te prometés levantar la vista y volver a tu tarea. Pero la ventana está allí. Y nunca se sabe si puede volver a tentarte.
“Todas las mañanas son iguales, lindas novedosas, especiales” Pappo
* "Todo eso", Callejeros.
Por Rocío Rimoldi
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