Ella tenía una mirada de papel celofán. Caminaba el cemento de Saint Dull con un libro desconocido bajo el brazo, y tarareaba algo inventado.
La llaman Nina -los pocos que la llaman-.
Hace dos días se pasó de su parada habitual de colectivo -como unas quince cuadras- y bajó bien cerquita del río. Aunque es visita frecuente del muelle despedazado, hoy se sentía sin ganas de dramatizar lo que le tocó en suerte, así que dio media vuelta sobre sus talones y escaló cada baldosa hasta su casa. Siempre tarareando. Siempre dispersa.
¡Otra vez cuentas tras la puerta! Qué agotada estaba de eso, pero ya no se quedó haciendo números en su cabeza. Otro sobre la sorprendió. No llevaba su nombre y apellido, solamente decía “Ninia”.
El salpicar de las venas no era de intriga, sino de certeza. Hace más o menos dos años que no la llamaban así. Pasaron suspiros y días hasta que se animó a romper el envoltorio.
Nina escondió una sonrisa de triunfo en el fondo de su bolso multicolor, para usarla justo después del encuentro con el remitente. Pero no aguantó. Eligió cualquier hamaca del parque De la Flor y con los recuerdos se balanceó en paz, y sentó a la sonrisa en su boca.
Al momento de los ojos todo ya era perfecto. Como aquellas carcajadas de antes, cuando los libros y la inocencia los paseaban del brazo.
Nina y su innombrable se volvieron a sentar frente a frente después de mucho tiempo de distancia transparente. Una guitarra de un lado y una armónica del otro.
Ella dejó caer una mueca triste, un silencio único. Sobre su hamaca oía aquello que tanto había esperado, pero ya su soledad era una cueva muy confortable. La música, como siempre, siguió de fondo repasando fotos en sepia.
Por Ivonne Guevara
Por Ivonne Guevara
Muy bueno!! casi tan lindo como la escritora...
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