Hacía varios años que ella se sentía presa de la soledad. No era una soledad que pudiera observarse a simple vista porque siempre se encontraba rodeada de gente, era más bien una sensación interior, privada y oculta. Muchas veces se preguntó si ella misma no había sido la responsable de condenarse a ese estado, tal vez por miedo, quizás por cobardía.
Pero ya estaba acostumbrada a aquel vacío que la invadía. De hecho, siempre creyó que la soledad sería su eterna compañera. Resignada, despertaba cada mañana abrazada a su enorme labrador, en la cama de su departamento. Acudía al trabajo y luego a la facultad, intercalaba reuniones de amigas con horas de terapia. La rutina había dominado su vida de manera brutal y abrumadora, y sin embargo, no lograba eliminarle ese sentimiento de encontrarse sola en el mundo.
Una tarde otoñal de sábado, ella fue como todas las tardes de sábado de su vida al parque junto a su perro. Con el resplandor del sol que la acariciaba, fue quedándose dormida, de a poco, sentada en el pasto. De pronto se estremeció, una brisa suave le acarició la mejilla, y despertó. Al abrir los ojos vio con sorpresa que un mimo la observaba con ternura, ella le sonrió un poco desconcertada. El se acercó y ella, de golpe, sintió cómo aquella vieja angustia comenzaba a desvanecerse…
Por Rocío Rimoldi
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