Llegás a tu casa después de un día más de laburo, igual de aburrido y cansador que ayer. Vas hasta la cocina y te preparás algo rápido, un té, un mate… Prendés la televisión y te enterás de eso que quieren que te enteres. Suspirás. Cansancio. Te sacás los zapatos, las medias y te tirás en el sillón. Cambiás el canal y ves las mismas noticias dichas por otras voces. Tu vista se pierde, tus oídos no escuchan. De repente ves tus pies. ¿Nunca lo viste mientras te mordía el pulgar?
- Estoy indefenso –le dije-, vino y empezó a picotearme; lo quise espantar y hasta proyecté torcerle el pescuezo, pero estos animales son muy fuertes y quería saltarme a la cara. Preferí sacrificar los pies; ahora están casi hechos pedazos.
- No se debe atormentar – dijo el señor-, un tiro y el buitre se acabó.
- ¿Le parece? –pregunté-, ¿quiere encargarse usted del asunto?
- Encantado –dijo el señor-, no tengo más que ir a casa a buscar mi fusil, ¿puede aguantar media hora más?
- No sé – le respondí, y por un instante me quedé rígido de dolor; después agregué: - por favor, pruebe de todos modos.
- Bueno –dijo el señor-, me apuraré.
El buitre había escuchado tranquilamente nuestro diálogo y había dejado vagar la mirada entre el señor y yo. Ahora vi que había comprendido todo: voló un poco más lejos, retrocedió para alcanzar el impulso óptimo, y, como un atleta que arroja la jabalina, encajó su pico en mi boca, profundamente.
Al caer de espaldas sentí como una liberación; sentí que en mi sangre, que colmaba todas las profundidades y que inundaba todas las riberas, el buitre, irremediablemente, se ahogaba.
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