Tic, tic, tic, TAC. El sonido dibujaba una jaula abstracta pero tangible, demasiado tangible. 120 la negra, ¿algún problema? Los ojos del baterista miraban de un lado a otro siguiendo el pulso, como si estuviera viendo esas viejas máquinas de tortura que se acostumbran poner sobre el piano para que los que se inician en el instrumento no pierdan el tempo.
“Vamos otra vez, te estás acelerando”, escupió por los auriculares el cómodo que bostezaba del otro lado del vidrio. 3, 2 ,1… Tic, tic, tic, TAC. Su cabeza sólo tenía espacio para el pulso, pero aún así la memoria muscular se encargaba de que las notas fueran limpias, acertadas y entraran en el momento justo.
Terminó la sesión de tortura. El flaco de atrás del vidrio levantó el pulgar, se internó en la computadora y comenzó a laburar. Ya nada podían hacer los músicos, todo quedaba en las manos del que sabía de lo que estaban hablando, el que se iba a encargar de que todo sonara limpio y perfecto. La tecnología se iba a encargar de darle en pocas semanas ese sonido increíble que logran sacar los ingenieros de sonido, con todos esos números que manejan…
Acá estamos, siete días después, con un disco de doce pistas en las que suena todo perfecto, todo prolijo, todo asquerosamente igual. Ni un puto rubato, ningún cambio de velocidad… apenas esos pocos matices que los músicos pudieron expresar aturdidos por ese molesto chistido isocrónico. Definitivamente esto no suena como Led Zeppelin, ni como Queen, ni como The Beatles, ni como Pescado Rabioso. Definitivamente los números nunca podrán hacer música.
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