viernes, 10 de junio de 2011

La pantalla



Entra el sujeto con su traje más fino, su postura más elegante y su gesto más solemne. Silencio en el lugar. Acomoda el micrófono a la altura justa para lograr el mejor sonido posible, y emprende su discurso. La mirada del conductor divaga de un punto a otro, pero sólo se posiciona de manera duradera en un par de cámaras que piden a gritos la atención con sus focos que encandilan. Estas mismas luces provocan llantos (muy breves pero intensos) en aquellos espectadores sobre los que se posa. Tristeza desgarradora.

Una voz gruesa y honda comienza a dibujar una historia de vida, o al menos pinta las escenas más decorosas del personaje principal. Asustan con su sincronía las reacciones y expresiones de los presentes ante cada pausa, previamente meditada, del narrador. Una mujer rompe en un llanto espeluznante al oír una de las escenas más tristes de este personaje, e inmediatamente es iluminada por los focos del lugar. La angustia es eterna, y todos la miran y la dejan fluir. Risas, lamentos, expresiones de ternura y de pasión. La democracia del show permite que todos puedan ser protagonistas. Un ingrediente más, hasta un cierto punto. Aquel hombre que pasea frenéticamente de una punta a la otra del salón, interrumpiendo con sus molestas pisadas el discurso del conductor, es sólo una molestia que hay que frenar con un abrazo o un susurro de falsa compasión. Esa extraña forma de canalizar no es agradable para ningún espectador.

Mi atención comienza a divagar por los puntos más recónditos del salón, aquellos que no presentan nada interesante, donde las luces no llegan. De a poco me voy cansando de esta escena, y el relato suena sólo como un balbuceo sin carácter ni coherencia. La situación es realmente enfermiza. En el cajón, el cadáver se pudre tanto como yo. La vida y, ahora también, la muerte son víctimas de la monotonía y estructuras del show televisivo. Espontaneidad, que en paz descanses.

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