De repente el sol se termina de esconder en los nubarrones negros que ya cansados de su peso sueltan la furia. Nuevamente el cielo rojizo del crepúsculo no está en “Buenos Aires y alrededores”, como dice el meteorólogo de un canal programado en la pantalla gigante de un bar. Comienza con una leve llovizna, que se desinhibe transformándose en lluvia, y le pide compañía al viento feroz.
Las gotas son cada vez más grandes y abundantes, y detrás de las paredes de vidrio casi no se distingue el nombre de los locales vecinos. Los trabajadores del café más cercano corren a salvar los manteles de las mesas de afuera, que están a punto de volar; y los clientes se unen a ellos buscando un refugio, aunque sea para “no fumadores”. Pero resulta más atractivo, por el momento, leer el menú con paciencia antes que salir a mojarme, chocarme con la gente, apurarme y no encontrar ningún medio de transporte libre.
La esquina de Santa Fe y Callao tiene el minutero con taquicardia y aligera el paso del peatón, hasta las luces rojas, amarillas y verdes pierden su significado. “No es más que agua”, comenta un florista, mientras coloca con habilidad y costumbre un cobertor de nylon sobre su mercadería. Otros colores que se opacan con esa acción, y se hacen las siete de la tarde.
Afortunadamente mucha gente ya tuvo tiempo de llegar a su casa después una jornada cansadora de trabajo; pero otros no. Otros todavía tratan de resguardarse bajo el toldo de algún local, otros se resignan a humedecer sus pies; y los más calmos, esos que van por la vida sin reloj, miran vidrieras y largan humo.
Dos chicas tratan de darle mejor forma a su pelo mojado mirándose en el vidrio de una zapatería, como si no hubiera nadie del otro lado, se arreglan la bincha que hace juego con los zapatos y las uñas. Y una señora mayor no sabe si usar su paraguas para protegerse ella o proteger a su perro, ya que ambos salían de la peluquería, y finalmente opta por compartir. Recoleta tiene ese glamour instalado, es necesario verse bien, uno mismo y el perro, por supuesto, bajo lluvia o bajo sol.
El sorpresivo cambio de clima alborota los ánimos y aceleran la constante ansiedad por llegar a algún lugar sin horario establecido. A una vidriera. A un salón de belleza. La intersección de las dos avenidas es una emisora exclusiva de bocinas. Los taxistas tienen más trabajo que nunca y los pasajeros que aguardan por algo que los movilice rezongan sobre baldosas flojas.
Se hizo completamente de noche, el torrente de agua paró, las propinas van sumando sonrisas a los mozos y la temperatura bajó en “Buenos Aires y alrededores”. Ya se puede volver a la calma inexistente de Santa Fe y Callao.
Por Ivonne Guevara
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