Sin dudas, lo que más extrañaba al comenzar mi odisea en la capital Argentina, era la tranquilidad del interior. A su vez, era esa vorágine lo que más me atraía.
Contradicciones adolescentes.
Pero la falta de naturaleza, de verde y de pasto que pisar descalza diariamente repercutía con frecuencia en mi estado de ánimo. Es por eso que los que venimos de adentro de nuestro país, con la mochila de estudiante creyendo llevarnos el mundo por delante, nos convertimos en grandes exploradores de plazas.
Mientras buscaba que el sol me pegue de alguna manera y el mate no se haga esperar, es que por el barrio de la Recoleta encontré lo que buscaba. La energía del pasto flameaba como una alfombra por su irregularidad, mientras un enjambre de idiomas y colores desparramados por las arterias de sus callecitas, me presentaban a Plaza Francia. Cortés y amigable.
El cruce cultural, el paseo de libros que van de mano a mano tratando de conquistar a alguien para sumar una moneda al bolsillo del que lo ofrece. El centro cultural, los 30 años de historia, sus artesanías y las manos que las hacen. Tan comprometidas esas manos y los corazones abiertos a más no poder. Las parejas que se asilan como refugiados bajo los árboles y los amigos que hacen música, bailan y simplemente se dejan ser. Todo se conjuga en el más grande y enriquecedor equilibrio.
”Si la globalización ha barrido con significados al compás del neoliberalismo dejando a las personas sin identidad y sin pertenencias sociales, dependientes de los medios emisores que el poder programa, no ha podido con el pensamiento artesanal urbano”, así piensan los dueños del arte de este oasis que hice mío.
Por Ivonne Guevara
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