Arranca suavemente un piano, que acaricia unos arpegios menores. Va subiendo su matiz lentamente con una escalera de notas bien marcadas y a la vez tan ligadas que forman un continuo hermoso. Y al fin el tema principal, un adelanto de la obra, la más bella que escuché hasta hoy (tango, jazz, clásico, no lo sé ni me importa, pero sencillamente es precioso). El bandoneón, hermoso y a la vez triste, entra y ataca el tema, un desborde de llanto tras las primeras notas de entendimiento, arpegios de dolor reprimido.
La primera versión de este tango (escrito por Piazzolla en memoria a su padre en 1959) jamás logró la expresividad que años después alcanzaría el mismo autor con su quinteto. Aquella introducción de piano a manos de Dante Amicarelli superó quizá el último obstáculo para transformar esta gran obra en una de las más importantes canciones de la música argentina.
El mismo Piazzolla explicó en 1990 que a lo largo de su vida había intentado varias veces superarlo, pero jamás lo había alcanzado. Dos años después, todo había terminado para él en estas tierras, pero su legado aún sigue endulzando el oído de muchos.
Por Emanuel Villalba
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