viernes, 4 de noviembre de 2011

El gran voyeur.

Un hombre solo, hipnotizado. Las tres muchachas bailan y juegan en ropa interior en esa habitación monitoreada. La nariz pegada contra la pantalla del televisor. La escena comienza a perder interés, por lo que el director decide cambiar bruscamente de aire. El vidrio empañado.  
La nueva escena tiene a dos hombres en el living que hablan sandeces disfrazando el discurso tonto con un tono serio y preocupante. El espectador se recuesta contra su respaldo exaltado, intenta entender cuál es la causa de esa discusión. Finalmente comprende y dibuja con sus labios la letra “o”, pero nunca llega a decirla. Se muerde el labio inferior y se toma la cabeza. Los dos hombres de la pantalla amenazan con golpearse, pero la situación se dispersa, pierde interés. El director cambia la escena.
El voyeur divaga como un títere en cada una de las circunstancias propuestas por aquel encargado de darle forma al programa. Ahora cae bruscamente en el patio, donde un hombre y una mujer charlan susurrando al borde de la pileta. La situación es mínimamente excitante, pero excitante al fin. Y el director lo sabe. El observador lentamente se acerca a la pantalla, pronto frotará su nariz contra el vidrio empañado…
De repente, la puerta (la de verdad, la que estaba en la misma realidad del voyeur) se abre. El mirón se desespera en un movimiento de retirada, intenta apagar la televisión con un manotazo brusco pero falla en su intento. Su mujer lo mira confundida y luego observa el televisor. Ella se sienta junto a él y le pregunta si pasó algo importante… El voyeur responde que no, mientras descubre lo aburrido que es ser un voyeur con la seguridad de que nunca podrá ser sorprendido.

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