viernes, 12 de agosto de 2011

Preludio de la gota de agua

Un encierro obligado suele atormentar el alma más fuerte. Pero ese tormento puede explotar de mil maneras, en algunos casos en obras maestras que perduran en la historia de la música. Esa fue la vida de Frédéric Chopin, uno de los más importantes músicos que dio el mundo occidental.
Chopin supo traducir todas sus penas y también sus alegrías a través de la música en épocas en las que reinaba el romanticismo, que con su fuerte contenido emocional era el mejor escenario para un músico de sus características. Una de las obras más significativas en este aspecto es “El preludio de la gota de agua”, una hermosísima composición que fue concebida gracias a las gotas de lluvia que golpeaban sobre las tejas de la casa en la que el compositor se mantenía refugiado. Pero mientras él estaba a salvo, debajo de la tormenta corría peligro su pareja George Sand con su hijo Mauricio. La misma Sand relató  en su libro “Historia de mi vida” aquel acontecimiento fantástico que fue la musa más inesperada para una obra perfecta.


“…Allí compuso las más hermosas de esas piezas breves que él humildemente llamaba preludios. Son obras maestras… algunos son de una tristeza lúgubre y, al tiempo que complacen el oído, destrozan el corazón. Hay uno que compuso en una velada de lluvia melancólica y que echa sobre el alma un pesar temeroso. Sin embargo ese día Mauricio y yo lo habíamos dejado muy bien y nos fuimos a Palma a comprar algunas cosas que hacían falta en nuestro retiro. Vino la lluvia y los torrentes se desbordaron; hicimos tres leguas en seis horas para volver en medio de la inundación y llegamos en plena noche, descalzos, habiendo corrido peligros inenarrables. Nos dimos prisa, pensando en la intranquilidad de nuestro enfermo.
Estaba en pie, pero se había limitado a una especie de desesperación apagada y, cuando llegamos, tocaba su maravilloso piano llorando… Cuando nos vio entrar se levantó con un gran grito y después nos dijo con aspecto conturbado y en un tono muy extraño: ¡Ah! ¡Yo ya sabía que habían muerto!

Cuando se recobró y vio en qué estado estábamos, se sintió enfermo por la visión retrospectiva de nuestros peligros; enseguida me confesó que mientras no estábamos, había visto todo como en sueños y que, sin distinguir ya el sueño de la realidad, se había calmado y, como adormecido, estuvo tocando el piano convencido de que él también estaba muerto. Se veía flotando en un lago; unas gotas de agua pesadas y frías caían lentamente sobre su pecho, y cuando yo le hice oír el ruido de las gotas que, en efecto, caían lentamente sobre el tejado, negó haberlas oído. Se enojó por lo que yo llamaba “armonía de imitación”, protestó con vehemencia, y tenía razón, contra la inutilidad de esas imitaciones para el oído. Su genio se nutría de misteriosas armonías de la Naturaleza, volcadas en los sublimes sonidos de su inspiración musical y no por una copia servil de los sonidos exteriores. Su composición de esa noche estaba humedecida por las gotas de lluvia que resonaban sobre las tejas sonoras de la Cartuja, pero en su imaginación se habían convertido en lágrimas que caían del cielo sobre su corazón…”

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