viernes, 22 de julio de 2011

Revisemos la cuestión del volumen

La vida en una ciudad es auditivamente insoportable. Esas esquinas de autos amontonados, bocinas chillonas, motores descuajados y, a veces, sutilmente adornados con los inclementes ruidos de una obra en construcción son una verdadera tortura para los oídos humanos, que ya se han olvidado del silencio. Cuando hablamos de contaminación, todos nos ponemos la remera de Greenpeace, miramos con mala cara a ese sujeto que ensucia las calles y repudiamos las grandes chimeneas de las fábricas. ¿Pero de la contaminación sonora quién se ocupa? La realidad es que detrás de cada caño de escape, chimenea o motor hay una masa de decibeles que atentan contra nuestra audición.

Sobre esta problemática se ha centrado el compositor canadiense Murray Schafer en varios de sus escritos. Al analizar la progresión de los paisajes sonoros a lo largo de la historia de la humanidad se encuentra con un alarmante avance de los sonidos provocados por el hombre sobre los naturales. Schafer señala que hay un umbral de lo soportable: cuando los sonidos son demasiado agudos, graves o suaves sencillamente no se escuchan, pero cuando superan un determinado volumen puede provocar dolor y daños permanentes. En una de sus apocalípticas predicciones supone que la futura fuente de la contaminación sería el mismísimo cielo donde circularían más de 3 o 4 aviones y helicópteros al mismo tiempo. Duelen los tímpanos con sólo imaginarlo.

El canadiense encuentra varios ejemplos que avalaban su temor respecto al paisaje sonoro. Entre ellos, la investigación de un grupo de científicos que trabajaron sobre las posibilidades de hacer del ruido un arma. Este experimento se basó en una bocina capaz de producir un sonido de un alto nivel de decibeles, que entre otras consecuencias lesionaba la piel humana, mantenía flotando pequeños objetos y asesinaba pequeños animales. También es importante destacar las afecciones a nivel nervioso, circulatorio y psicológico de los obreros que trabajan en condiciones de alta contaminación sonora.

Es tiempo que nosotros, los músicos y no músicos, nos replanteemos  la necesidad de asesinar nuestros oídos en cada uno de los recitales. Un tema de Almafuerte no va a sonar menos pesado por estar a un volumen soportable, Led Zeppelin no renunciará a su genialidad por sacrificar un par de decibeles, Queen no dejará de asombrarnos por no envolvernos en una masa de sonido asesino… todo lo contrario, quizá sin tanta “bola”, sin tanta confusión, logremos escuchar mejor y disfrutar más de las líneas que dibujan cada uno de los instrumentos. Ese chillido que nos queda en los oídos no puede ser bueno.




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