Dedicado a los que hoy madrugaron para encender el televisor.
El loco agarró el aerosol y empezó a garabatear. Mezclaba colores, se salía de las líneas que nunca existieron en realidad. Todas esas reglas que aprendí de chico eran rotas en un instante. Casi invisibles los contornos se caían detrás de los trazos amarillos, azules y rojos y se confundían entre los violetas, naranjas y verdes que se formaban espontáneamente.
Varios minutos pasaron, varios papeles, dedos, pinceles que deslizaban la pintura sin un aparente sentido, hasta que la forma apareció frente a mis ojos. Y ese tipo, de rodillas en el suelo, rompió toda la solemnidad que yo le atribuía a la pintura. El artista de pincel, lienzo y postura altiva ante la obra magistral se transformaba en un hombre que manchaba sus dedos como un niño torpe de preescolar. Técnicas sobraban, no hacía falta ser Van Gogh para darse cuenta. Pero estas formas de actuar estaban más atadas a un orden natural y no tanto al ritual del arte académico.
“Ritual” nos suena sumamente primitivo y sin dudas nuestra consideración de “académico” es lo más alejado posible a ese concepto. Pero, ¿acaso no es ritual un concierto de piano, donde hay miles de reglas que se cumplen tanto por aquel chamán que se sube al escenario envuelto en un traje de etiqueta como por los callados e inmóviles espectadores? Sin dudas cada una de las acciones realizadas inclusive por el participante más prescindible está cargada con un fuerte valor simbólico, atado a las viejas tradiciones de la civilización.
El argumento que sirvió para desvalorizar las artes de las tribus más antiguas, de repente se vuelve contra la civilización que fue víctima de sus propias reglas. Saltar semidesnudo al compás de los tambores en un fogón suena tan sensato como vestirse con trajes y vestidos ajustados respetando las funciones que debe cumplir cada uno. Igual de sensato, aunque lo segundo parece un poco más incómodo y aburrido.
En el rincón, un “vago” en cuero golpeaba un par de recipientes vacíos de distintos tamaños. Su rostro acompañaba el sentimiento de sus ritmos, que comenzaban a contarme historias de la calle. Unos tipos alrededor comentaban sus impresiones durante la ejecución, y la señora no temía sacar el caramelo, que tanto la tentaba, de su envoltorio. Aplausos. Ese ritmo no volvería a repetirse de manera calcada. Como aquella pintura que quizá terminaría en un tacho de basura, el momento artístico había cumplido su función y no serían víctimas de rituales civilizados.
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