viernes, 28 de enero de 2011

Literatura


Las cinco de la mañana. Desenchufé el reloj para que no me molestara su incansable luz roja, pero mi cuerpo, mis ojos y mi ansiedad por dormir conoce la hora con exactitud. La rejilla del ventilador cruje entre vuelta y vuelta. Aburrimiento.
Desde la ventana, una vez más se desliza el sonido de aquella bicicleta, la misma de ayer, anteayer y las semanas anteriores. La correa patina un poco y el manubrio, algo suelto, rebota con los saltos. La curiosidad me impulsa a asomarme por la ventana, pero mi sentido lúdico me contiene y me obliga a imaginar.
Definitivamente debía ser un obrero de alguna de las fábricas del complejo industrial. El horario, la bicicleta vieja… puedo imaginar su bolso cruzado con las tiras rotas y atadas que dejan sus marcas sobre una espalda que amaneció cansada. Sin dudas. O quizá no. El vigilante del barrio puede estar dando sus clásicas vueltas, aunque es extraño la puntualidad de todas las noches y la ausencia de su silbato.
Es entretenido mudar de mente también, por un momento jugar a ser otro. Por ejemplo, la vecina de enfrente seguramente se dejaría llevar por su paranoica costumbre de inventar peligros donde no los hay: algún ladrón, asesino o (por qué no) delirios místicos de fantasmas o demonios. Más difícil parece pensar como su esposo, que simplemente actuaría y miraría por la ventana para despejar las dudas que nunca tuvo…
Pero hoy me quedo con mi historia, con aquél hombre de mediana edad, con su ropa y vida gastadas. Con su familia, dos hijos quizá, y su casa en algún barrio del suroeste. Hoy imagino un personaje, para luego darle un nombre y encontrarle un sentido a sus días. Hoy invento una historia a base de un simple sonido que se repite diariamente. Hoy, literatura.

Por Emanuel Villalba

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